Nadie sabía cómo había ocurrido. Al principio fue algo imperceptible, de lo que nadie hablaba ya que no era un asunto lo suficientemente grave como para darle mayor importancia. Algunas personas aisladas se fueron percatando con el paso del tiempo de que sus noches eran demasiado monótonas y frías, como si estuvieran vacías, y al pensar en ello con detenimiento no lograban recordar la última vez que habían soñado. Los niños estaban siempre malhumorados y cansados y rendían mal en sus estudios, mientras que la cantidad de adultos y adolescentes que frecuentaban las consultas de los psicoanalistas de repente se multiplicó de forma alarmante. Pasó mucho tiempo antes de que el hecho captara la atención de las autoridades y se decidieran a hacer algo al respecto.
La primera medida fue determinar el alcance de lo que pasó a considerarse una epidemia. Varios estudios clínicos y una masiva encuesta a nivel mundial revelaron que toda la humanidad sin excepción sencillamente había dejado de soñar. Era como si la zona del cerebro encargada de la actividad onírica hubiese fallado de repente, pero ningún examen revelaba la menor anomalía. Aparentemente los cerebros que antes estaban sanos, continuaban estándolo, y aquellos que ya padecían alguna enfermedad o lesión no habían cambiado en absoluto. Se buscaron soluciones al problema, algunas lógicas y otras descabelladas. Medicinas, drogas, sectas que proponían recursos alternativos y poco ortodoxos, exposición intensa a vivencias extremas que anteriormente hubieran provocado las peores pesadillas, nada funcionó. Hasta que alguien sugirió la terapia virtual.
Gran parte de la población había tenido alguna vez una experiencia de realidad virtual, y muchos eran los que lo comparaban a estar dentro de un sueño, por la sensación de realidad mezclada con la certeza de que no era una experiencia real. De modo que la comunidad científica se volcó en esa línea de investigación, desarrollando complejos programas informáticos capaces de simular situaciones cada vez más vívidas y detalladas, y los primeros experimentos demostraron un índice de éxito lo suficientemente alto como para seguir adelante. Cuando se supo que la globalización del proyecto convertiría a unas pocas empresas en las más poderosas e influyentes del mercado mundial la lucha fue despiadada. Puestos de gran responsabilidad en los gobiernos de las grandes potencias fueron comprados sin reparos para obtener ventaja en aquella carrera por el mayor negocio de la historia del hombre. Porque nadie quería vivir sin soñar. Las consecuencias de algo aparentemente banal eran escalofriantes. Depresiones, suicidios, neurosis; un estado de ansiedad perpetuo atenazaba a todos y cada uno de los habitantes del planeta, haciendo de su día a día un infierno.
Dos fueron las compañías que a golpe de talonario e influencias se hicieron con la victoria, y previendo una lucha sin cuartel que les haría perder inútiles años de ingentes beneficios en eternas batallas judiciales sin salida decidieron fusionarse y repartirse el pastel a partes iguales. Desde entonces TechnOnirics se había convertido en la empresa con mayor número de filiales en el mundo. Toda gran ciudad de cada país contaba como mínimo con dos sedes, cada una de las cuales ocupaba varias hectáreas de terreno, en las cuales se distribuían los Centros del Sueño propiamente dichos, junto a hoteles, restaurantes, centros comerciales y todo tipo de servicios dedicados a vaciar por completo los bolsillos de los clientes, pues todos aquellos negocios pertenecían a TechnOnirics, que sacaba el máximo provecho del privilegio adquirido mediante el cual las autoridades miraban hacia otro lado mientras se llenaran sus arcas.
No era un servicio apto para cualquiera, evidentemente. A cada cliente se le realizaba a su ingreso un meticuloso examen mediante el cual quedaban registrados todos sus recuerdos, traumas, fobias, gustos y desagrados; preferencias de todo tipo, sexuales, gastronómicas, literarias, cinéfilas, afectivas…no había un solo dato registrado en las neuronas que se pasara por alto. Todo pasaba a formar parte del archivo de datos y con ello se creaban un centenar de sueños tipo, a los que con el tiempo y por supuesto, más dinero, se podían ir sumando infinidad de variables a medida. Lo que debió ser un servicio de primera necesidad para el público en general se convirtió en el capricho de una pequeña parte de afortunados, en el sueño casi imposible de muchos y en una quimera inalcanzable para miles de millones condenados a vivir sus existencias sin un elemento imprescindible para su equilibrio mental. Pero no fueron olvidados; el 5% de los beneficios netos del colosal negocio se destinó a un fin benéfico: la creación de Hospitales para la Salud Emocional, antiguamente llamados manicomios, donde los peor parados podían recibir terapias adecuadas a su deterioro mental. La donación de aquellos ingresos, por supuesto, desgravaba a Hacienda.