Lector que entras por primera vez, no te dejes llamar a engaño. Esto no es una recopilación de relatos con un punto en común, aunque pueda parecerlo. Es una historia por capítulos, que debe leerse siguiendo un orden lógico para captar el sentido de lo narrado, aunque cada capítulo por sí solo sea un pequeño relato en sí; pero no es ese su cometido, de modo que si te conformas con leer lo último publicado y pasas por alto todo lo anterior, es como si abrieras un libro por el medio y leyeras unas pocas páginas, conformándote con eso.
Si de verdad disfrutas leyendo, tómate tu tiempo, empieza por el principio y continúa poco a poco.
Bienvenido a este viaje por la tierra de los sueños...

22 de abril de 2009

VI El esperado regreso al hogar

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En el sopor de la tarde las criaturas se adormecen mecidas por el susurro de la brisa y la tibieza del sol, a la espera de las horas cercanas al ocaso, en que retomarán sus actividades con fuerzas renovadas. Tan sólo en el lago se advierte una actividad febril, y su superficie dibuja constantes ondas, burbujas y salpicaduras, mientras peces y demás pequeños seres aprovechan las horas diurnas para alimentarse, procrear o simplemente recorrer la inmensa extensión de un extremo a otro incesantemente, antes de que la oscuridad despierte a aquellas que desde tiempos inmemoriales han sido sus enemigas naturales. Muchas leyendas se han dado a conocer sobre ellas, pero ninguna se acerca ni remotamente a la verdad. Se cuenta que con sus seductoras voces y sus atrayentes cantos han llevado al naufragio a muchos infelices, a quienes después convirtieron en sus siervos, llegando incluso a engendrar con algunos de ellos a sus retoños. Estupideces sin sentido. Del mismo modo que los cetáceos, sus cantos sólo se pueden oír bajo el agua, y si algún mortal tuviera la inmensa desgracia de escucharlo, sería lo último que sus oídos escucharan. Nada ni nadie escapa a su hipnótica mirada, verdadero peligro en un encuentro frente a frente con las reinas de las aguas. Las presas que capturan no tienen más valor que el alimenticio, y poco importa su tamaño. El fondo está sembrado con los restos de aquellos que no fueron suficientemente rápidos para escapar a tiempo, y algunos de esos restos son muy grandes. En algunas ocasiones se aventuran a ir más allá, y cruzan la frontera que separa las aguas de su mundo del gran océano, y cuando regresan al cabo de varios días se puede adivinar en sus miradas un extraño brillo y un sentimiento de satisfacción que no estaba ahí antes de su partida. Aquellas que han osado traspasar el umbral de lo conocido traen consigo extraños hábitos que pronto se propagan entre sus congéneres, y de ese modo con el paso del tiempo se vuelven más astutas, traicioneras y por tanto, mucho más peligrosas. Incluso algunas de ellas se divierten torturando a sus presas durante largo rato antes de acabar con su desdicha, como si en alguna parte ahí fuera hubieran aprendido un macabro juego que las satisface de tal manera que han desarrollado un instinto nuevo: la crueldad. Pero mientras el sol ilumina las aguas durante el día ellas duermen ocultas en cavernas subacuáticas, y nada, jamás, perturba su profundo descanso.
Hasta hoy.
De pronto algo desacostumbrado altera a las durmientes y las arranca de su letargo, y ese algo, sea lo que sea, es lo suficientemente malo como para provocar su caótico ascenso a la superficie en un momento en el que nunca lo harían, totalmente desorientadas. El pánico se extiende por las aguas, mientras corren a ocultarse todos los que de un plumazo han visto alterarse el orden natural de su existencia. Pero no corren ningún peligro, en realidad. La angustia que domina a las sirenas es tan grande que no prestan atención a lo que las rodea, mientras la furia empieza a abrirse paso entre el miedo, extendiéndose como una epidemia mientras ellas nadan entrecruzándose y frotando sus cuerpos con fuerza, como si quisieran herirse unas a otras. En realidad esa furia va dirigida contra alguien que no pertenece a su mundo; alguien extraño que una vez cometió un acto abominable y escapó a su justo castigo. Pero ahora ha vuelto, se puede sentir en el aire su presencia cercana, y esta vez las cosas serán diferentes. Los habituales sonidos graves y relajantes que emiten cada noche se ven sustituidos por chirridos estridentes y gemidos desgarradores que expresan un ansia de venganza más allá de lo nunca conocido en ese mundo paradisíaco.

1 de abril de 2009

V Hay alfombras que es mejor no levantar


Estaba exhausta. Hacía cuatro meses y medio que había tomado el control de aquel coloso y desde que puso los pies en su despacho por primera vez no se había permitido un minuto de respiro. A sus largas jornadas laborales de dieciocho horas se sumaba el trabajo que invariablemente se llevaba a casa para llenar sus noches e ignorar la sensación de vacío que la invadía en cuanto cerraba la puerta de su apartamento. Su pálida piel reflejaba las huellas del cansancio en forma de pronunciadas ojeras que ni el más espeso maquillaje podía camuflar. En las escasas ocasiones en que se enfrentaba al espejo la imagen que contemplaba la miraba con una crudeza insoportable. Sus ojos grises reflejaban una frialdad glacial y parecían mirar la vida desde mucho más allá de sus treinta y siete años. La mayor parte de las veces caía rendida por el agotamiento en el mismo sofá donde repasaba proyectos pendientes y pulía hasta el último detalle de los casos más problemáticos, y despertaba al cabo de un par de horas, incapaz de conciliar de nuevo el sueño. En realidad su puesto acarreaba ciertos privilegios, como el de llegar más tarde que el resto por las mañanas, tomarse algún día libre de vez en cuando y por supuesto, disfrutar de sus fines de semana, pero en cambio era habitual verla llegar antes del amanecer y no había faltado ni un solo día, ni por enfermedad ni por descanso. Hacía tres décadas que sus noches se habían convertido en un horror de sombras furtivas, miedos inconfesables y fantasmas olvidados agazapados en los rincones a la espera de saltar sobre ella al menor descuido. La idea de que alguna de esas sombras se disipara lo suficiente como para dejar ver aquello que estaba escondido era tan terrible que su mente había levantado un muro defensivo impenetrable, al menos durante la vigilia. Era durante el sueño, cuando la consciencia se relajaba y se debilitaban las paredes de aquel muro cuando aparecían las grietas, y por ellas amenazaba filtrarse lo olvidado, aunque en cuanto empezaba a asomarse tímidamente saltaba una alarma en su mecanismo de defensa y la despertaba, con una extraña sensación compuesta a partes iguales de alivio por haber esquivado al subconsciente y frustración por el insuficiente descanso. Pero todo tiene un límite, y tras demasiados años sin apenas dormir, abusando del café y trabajando hasta la extenuación, aquella mañana, simplemente, su organismo se colapsó. Estaba de pie ante el ascensor golpeteando impaciente el suelo con la punta del zapato cuando de repente todo se volvió oscuro y cayó al suelo sin sentido. Rápidamente acudió el médico del Centro y tras comprobar que no había lesiones graves fue trasladada a la enfermería, donde permaneció en observación varias horas. El diagnóstico fue de colapso general por agotamiento. Cuando volvió en sí una enfermera le entregó un sobre con una concisa carta, en la que la junta directiva de la empresa la exhortaba a tomarse unas largas vacaciones; los gastos de su estancia, dietas y transporte corrían, por supuesto, a cargo de la empresa, y su puesto estaría aguardándola en las mismas condiciones a su regreso. En caso de negativa por su parte, TechnOnirics lamentaría tener que prescindir de sus valiosos servicios.
De este modo se encontró con la perspectiva de un mes por delante sin nada que hacer salvo ocuparse de sí misma, y tras consultar las múltiples opciones vacacionales a su alcance metió en un par de maletas aquello que consideró imprescindible y condujo varias horas por carreteras comarcales hasta llegar a la vieja casona de sus abuelos, donde habían transcurrido los veranos de su infancia. Guardaba muchos recuerdos de aquel lugar, la mayoría felices y llenos de color, entusiasmo y vitalidad. En realidad, si se paraba a pensarlo detenidamente, la última vez que se sintió realmente bien fue durante el último verano que pasaron allí. Durante su estancia su abuelo materno sufrió un infarto fulminante que segó su vida un amanecer mientras se dirigía al establo, mientras en la casa todos aún dormían. El recuerdo de los días que siguieron era vago y estaba sumido en una especie de neblina entre la que apenas lograba entrever a un montón de gente entrando y saliendo del enorme salón, mesas y aparadores repletos de bandejas de canapés y dulces, una interminable sucesión de botellas llenas que se vaciaban rápidamente y a su madre llorando desconsolada, con los ojos enrojecidos y en su mano un pañuelo blanco bordado con el que enjuagaba inútilmente unas lágrimas que inmediatamente eran reemplazadas por otras. Volvieron a la ciudad y a una rutina cada vez más gris y monótona. Poco después su abuela se mudó con uno de sus hijos, y la casona quedó cerrada durante mucho tiempo, hasta ese día en el que Blanca apareció y se dispuso a sacudir el polvo de los muebles y limpiar a fondo hasta el último rincón.